la vida tiene un número 135
Centro de Asistencia al Suicida
Organización No Gubernamental
Orientación para adultos mayores en la prevención del suicidio
Si Usted tiene más de 65 y sufre angustia frecuente, se siente deprimido o desganado, no le encuentra sentido a la vida, tiene pensamientos suicidas o conoce a otra persona en estas condiciones, la información que contiene esta página podría serle de utilidad.
La ideación suicida es frecuente en la tercera edad, de hecho, son el grupo etario con mayores índices de suicidio después de los adolescentes. Sin embargo, el hecho de que los pensamientos suicidas, así como también los sentimientos que los acompañan como angustia o depresión crónica sean muy frecuentes a esa edad no significa que esto sea natural o inevitable; por el contrario, la tercera edad también puede ser vivida como una etapa feliz y plena de satisfacción. Los cambios necesarios para pasar de un estado a otro dependen, por supuesto, de la historia vivida, de la situación actual y de la personalidad de cada uno, pero, fundamentalmente, de los recursos personales con que cada persona llegue a la tercera edad.
Un recurso es siempre un aprendizaje, puede ser una habilidad social, una actitud frente a los problemas, una forma de ver el mundo, una filosofía de vida. etc. Muchas personas van incorporando y entrenando este tipo de enseñanzas a lo largo de sus vidas y llegan a su edad mayor con los recursos que necesitan para afrontar esa etapa. A otras, las circunstancias de sus propias vidas no le han permitido adquirirlos. Lo bueno, en ambos casos, es que siempre y a cualquier edad se puede aprender. Por eso compartimos algunos recursos que les han servido a otras personas mayores para afrontar las vicisitudes de sus vidas y sentirse mejor en la etapa que les toca vivir. Sabemos que esta orientación es muy genérica, por lo que puede que no se adapte a las circunstancias de quien lee esta nota, por eso resaltamos la importancia de saber pedir y recibir ayuda como recurso básico que nos puede servir para incorporar otros recursos más específicos.
Aprender a perdonar
Seguramente, todos los seres humanos que hemos tenido la suerte de llegar a la tercera edad, tuvimos que atravesar algunos o muchos conflictos personales. Algunos de ellos suficientemente graves como para que los recordemos con dolor durante años, a veces durante toda la vida. Puede ser una estafa, una traición, una pareja complicada o una agresión física o sexual. Recordar estos hechos puede generarnos un dolor similar al que sentimos la primera vez. Quedamos “resentidos”, es decir, volvemos a sentir una y otra vez lo mismo de modo que nunca dejamos de ser víctimas, primero de una persona o de una situación y luego de nuestros propios recuerdos.
Cuando hablamos con personas atrapadas en estos recuerdos y sentimientos, y les decimos que la única salida es el perdón, nos dicen que la persona que les causó el daño no merece ser perdonada. Lo que muchas veces no se entiende es que el perdón no se trata del otro sino de uno mismo. Perdonar no implica reconciliarse ni reestablecer relaciones tóxicas, ni siquiera es importante que la persona que nos hizo daño se entere de que fue perdonada. El perdón es un proceso interno en el que aceptamos que el otro es como es por lo que no pudo haber sido de otra manera, que carga con su propia historia, que vive su propio proceso en el que toma decisiones, tal vez equivocadas, pero siempre dentro de los límites que le marca su propia realidad. No es justificar, sino entender que las personas no pudieron haber sido diferentes de cómo fueron. Si sus acciones nos dañaron o nos perjudicaron lo sensato es tomar distancia, protegernos de algún modo o buscar justicia, pero nunca pretender que el otro fuera diferente. El otro puede cambiar, y de hecho lo hará, pero siempre en busca de su propia realización y no para satisfacer nuestras expectativas, y este cambio solo podrá ocurrir en el futuro, el pasado ya está escrito y no se puede modificar.
Todo esto parece de una lógica incuestionable, sin embargo, en ocasiones revivimos una y otra vez el daño que nos produjeron pretendiendo que quien nos lastimó actuara de otra manera o fuera distinto de cómo era. Por supuesto, el pasado no cambia ni cambiará y lo único que logramos es volver a infringirnos el dolor que sentimos en esa ocasión transformando una herida antigua en sufrimiento presente. La única manera de terminar con esta tortura perpetua es aceptar que el otro actuó dentro de sus propias limitaciones por lo que no pudo haberlo hecho de otra manera: perdonar.
Dicen que el perdón libera, y es cierto, pero no siempre libera al perdonado que tal vez ni se entere. Libera a quién perdona de la injusta condena del resentimiento.
Aprender a perdonarnos
En la lista de las personas que nos hicieron daño, a veces en primer lugar, podríamos estar nosotros mismos. En una vida larga, seguramente hemos tomado muchas decisiones equivocadas: por no contar con toda la información, por no medir las consecuencias de nuestras acciones o por evaluar las circunstancias con criterios erróneos. De muchas de esas equivocaciones posiblemente ya nos hayamos olvidado, pero cuando nuestros errores nos causan un perjuicio grave a nosotros, a nuestros seres queridos o a terceros inocentes, son mucho más difíciles de olvidar. Del mismo modo que mencionamos en el apartado anterior, volvemos a repasar una y otra vez los hechos pretendiendo que las cosas sean diferentes; juzgamos los acontecimientos del pasado con la información, la experiencia y los criterios de decisión que tenemos hoy: nos declaramos culpables. Al resentimiento dirigido hacia nosotros mismos lo llamamos culpa, y puede ser tanto o más doloroso que el resentimiento hacia otros.
La culpa es un sentimiento socialmente productivo cuando se lo usa para regular nuestras acciones futuras en base a la experiencia, pero la culpa dirigida exclusivamente hacia el pasado, esa que pretende que lo que ya fue haya sido de otra manera, solo sirve para torturarnos causándonos un sufrimiento inútil e innecesario.
Así como aceptamos que las otras personas fueron en cada momento de su vida como fueron, producto de sus historias y sus circunstancias, por lo que no pudieron ser de otra manera, este reconocimiento de la realidad nos lo merecemos también nosotros mismos. En cada momento de nuestras vidas hicimos lo que consideramos que era lo mejor, producto de nuestros recursos, nuestros valores y nuestra experiencia en ese momento. Seguramente hemos crecido, en recursos, en valores y en experiencia, pero no por eso debemos juzgar a esa otra persona que fuimos nosotros mismos en el pasado a la luz de nuestro estado actual.
Perdonarnos es reconocer nuestra historia y aceptarla como lo mejor que pudimos hacer en nuestro proceso de aprendizaje, nos permite liberarnos de la culpa y capitalizar nuestra experiencia convirtiéndola en sabiduría.
Resignificar nuestras vidas para otorgarle sentido
Una expresión común entre los adultos mayores con pensamientos suicidas o fantasías de muerte es que no le encuentran sentido a sus vidas. Sin embargo, si le preguntamos a cualquiera que no esté pasando por estas circunstancias qué es el sentido de la vida, seguramente le resultará difícil responder. El sentido de la vida es como el aire, recordamos su existencia cuando nos falta; mientras tanto, las personas no piensan en el sentido de sus vidas, simplemente viven.
El sentido, en términos genéricos podría considerarse como un orden que nos permite interpretar las cosas, la armonía de una melodía, la estética de un cuadro o la coherencia de una teoría. Cuando las partes no encajan en el todo decimos que el conjunto no tiene sentido. La naturaleza nos preparó para buscar sentido en todas nuestras percepciones, entender el mundo, como una estrategia de supervivencia. Así también necesitamos encontrarle el sentido a nuestras propias vidas.
Algo que tenemos que saber del sentido es que no depende solo del objeto sino de nuestra forma de percibirlo. La música puede parecernos ruido si estamos concentrados en otra cosa, un cuadro son solo manchas si no logramos interpretar la armonía de las formas y colores y una teoría siempre parece incoherente si no la entendemos. Así también, encontrarle el sentido a nuestras vidas no depende solo de nuestras particulares circunstancias sino de nuestra intencionalidad, nuestro esfuerzo en la búsqueda de sentido.
Así lo entendió Viktor Frankl, un psiquiatra judeo-austríaco que estando prisionero en un campo de concentración nazi descubrió que esta determinación en la búsqueda de sentido era lo que mantenía con vida a algunos prisioneros mientras que los que se rendían acababan muriendo. Él mismo sintió que tenía algo importante para decirle al mundo y esa misión le otorgó sentido a sus padecimientos; le permitió sobrevivir y hacerse conocido como el creador de la logoterapia, la escuela terapéutica que se basa en la búsqueda de sentido.
La tarea de buscar sentido para Viktor Frankl consiste en juntar pequeñas hebras de una vida deshilachada para entretejerlas hasta formar una trama firme. Pueden ser recuerdos, habilidades casi olvidadas, viejos sueños a los que habíamos renunciado, relaciones de las que nos hemos alejado. Todo sirve si logramos darle una nueva significación de manera que encajen en la trama. Los sucesos traumáticos suelen tener el efecto de sacudir y deshilachar esta red de significaciones, así como también las relaciones conflictivas y los problemas graves. Si logramos poner una mirada diferente sobre los traumas del pasado, las personas que nos hicieron daño y nuestros problemas presentes, si podemos verlos, por ejemplo, como enseñanzas, maestros y desafíos, seguramente conseguiremos una vida con mayor sentido; pero hay más formas de otorgarle sentido a nuestras vidas a las que nos referiremos luego.
Generar proyectos
Muchas personas de todas las edades encuentran sentido en sus vidas a través de sus proyectos. Podrían expresarlo como: vivo para mí familia, mi pareja, mi trabajo, etc. Pero, qué pasa cuando los hijos ya son grandes y no nos necesitan, la pareja ya no está porque enviudamos o nos separamos y la jubilación nos distancia de nuestro trabajo o quedamos desempleados. Debemos entender que si bien los proyectos son importantes, por grandes que sean, solo nos acompañarán durante un tramo de nuestras vidas; por eso, un sentido de la vida sólido debe incluir la capacidad de adaptarse a los cambios y generar nuevos proyectos.
La ausencia de proyectos puede producir vacío existencial, perdida de sentido y pensamientos suicidas, por eso, es importante desarrollar la habilidad de generar proyectos mucho antes de quedarnos sin ellos. Debemos explorar nuevas experiencias y conocer gente para saber qué nos motiva y que nos interesa, buscar actividades variadas y dedicarle tiempo. Nosotros debemos ser nuestro principal proyecto, si logramos una conexión firme con nuestra propia vida como proyecto, una conexión que logre soportar las vicisitudes y que vuelva a encontrar el rumbo después de cada tormenta, podremos sostener un sentido sólido en nuestras vidas y también estar más disponibles para los demás.
Evitar la soledad
Existen numerosas razones para estar solos: ser tímido, no haber dedicado el tiempo suficiente a desarrollar habilidades sociales, sentirse traicionado o defraudado por relaciones anteriores, estar enojados porque las personas que debieran prestarnos atención no lo hacen, etc. Y existe un solo motivo para relacionarnos: lo necesitamos. Somos seres gregarios, la naturaleza no nos preparó para vivir en soledad, cuando intentamos hacerlo nuestras vidas se vuelven grises, opacas y sin sentido. Si queremos devolverle el sentido a nuestras vidas, una de las cuestiones importantes es, sin duda, relacionarnos.
Relacionarse con las personas no debería ser algo tan complicado. Ellas, al igual que nosotros, necesitan del otro. El secreto está en prestar menos atención a las necesidades propias y más a las de la otra persona. Cultivar una amistad requiere paciencia y tolerancia, pero, a cambio, la compañía de nuestros amigos y seres queridos pueden hacer que nuestras vidas sean plenas, satisfactorias y colmadas de sentido.
Un amigo es todo aquel que nos acompaña en un tramo de nuestras vidas y que nos permite compartir algo de la suya. No deberíamos exigirle mucho más. Sin embargo, existen concepciones más idealistas de la amistad: “un amigo siempre estará a tu lado”, “un verdadero amigo nunca te defraudará”, “un amigo siempre te entenderá y sabrá lo que necesitas”, etc. El problema es que vivimos en un mundo real con personas reales por lo que esas concepciones perfeccionistas de la amistad solo pueden conducir a la soledad y al sinsentido.
Evitar la dependencia emocional
Así como relacionarse es importante para promover un sentido de la vida sólido, este no debería depender de las personas que nos acompañan. Esto no significa que no debemos amar. Entre más profundamente amemos a más personas nuestras vidas tendrán un sentido más firme, pero el amor no debe privarnos de desarrollar habilidades sociales, conocer a otras personas e incorporarlas a nuestras vidas como amigos, compañeros o conocidos. El amor, entendido como exclusividad, fácilmente deviene en dependencia emocional y toda dependencia es un camino casi seguro hacia el sinsentido.
Muchas personas llegan a la tercera edad habiendo mantenido relaciones de dependencia o co-dependencia emocional durante muchos años con parejas, amigos, hijos u otras personas cercanas. Esto incluso pudo haber funcionado bien hasta ahora, pero para los adultos mayores los cambios en el entorno social suelen ser más vertiginosos. Estas personas emocionalmente dependientes suelen sentirse incapaces de generar nuevas relaciones por lo que un fallecimiento o un distanciamiento permanente por cualquier motivo puede ser vivenciado como una condena a la soledad. Lo ideal sería prepararse con anticipación desarrollando habilidades sociales y de relación para contar con una red de contención amplia mucho antes de sufrir la pérdida; pero, si esto no fue así, saber que siempre, y a cualquier edad, podemos aprender a generar y sostener relaciones variadas que nos brinden compañía y otorguen sentido a nuestras vidas.
Aprender a transitar los duelos
La vida es cambio, y también pérdida. Esto lo sabemos los adultos mayores. No es posible llegar a nuestra edad sin haber perdido a alguien importante, pero así como los proyectos, las personas también nos acompañan durante solo un tramo de nuestras vidas. Sufrimos las pérdidas cercanas porque amamos a nuestros seres queridos, pero también porque contribuyen a otorgarle sentido a nuestra vida. La pérdida de un ser querido, pero también los cambios en las relaciones o en las situaciones de la vida como separaciones, mudanzas, jubilaciones, pueden ser vividas como terremotos. Miramos a nuestro alrededor y no reconocemos el paisaje, ya nada es como antes, la falta de esa persona o esa situación trastoca nuestras rutinas, nuestros proyectos, nuestra manera de mirar el mundo.
El duelo es un proceso de adaptación emocional a la nueva situación que surge después de una pérdida. Suele estar acompañado de emociones profundas que evolucionan con el tiempo. Al principio predomina el estado de shock y desconcierto; luego puede venir el enojo y la bronca; pero los las emociones más profundas y duraderas del duelo suelen ser la tristeza y la angustia. Es importante saber que todas estas estas emociones y muchas más son naturales. Transitar el duelo es aceptarlas del mismo modo que aceptamos los días nublados sin perder la esperanza en que el sol volverá a salir. Debemos permitirnos sentirnos enojados, tristes o angustiados: es parte del proceso; pero debemos saber, aun cuando no lo podamos sentir, que el final de este proceso solo se dará cuando podamos aceptar y reconciliarnos con la pérdida. Nunca vamos a olvidar nuestra historia, las situaciones felices del pasado y mucho menos a nuestros seres queridos, siempre los llevaremos con nosotros, pero en algún momento esos recuerdos se volverán más dulces, ya no nos causarán angustias tan profundas y podremos acomodarlos a una nueva situación y a un nuevo proyecto de vida.
Aprender a envejecer
Todas las personas que llegamos a convertirnos en adultos mayores tuvimos que transitar muchos duelos. Algunos de ellos, los que se relacionan con las crisis vitales, nos alcanzan a todos. Cambiar de una etapa vital a otra siempre conlleva pérdidas y también nuevos desafíos, pero para muchos adultos mayores el proceso de envejecimiento puede representar la más dura de todas las crisis vitales. Muchas veces, las pérdidas de la vejez pueden resultarnos despiadadas y puede ser difícil ver lo que se gana con el cambio. Además, si bien todos sabemos que algún día vamos a morir, la muerte podría verse mucho más cercana desde la vejez.
El envejecimiento es un proceso de pérdida continua y progresiva. Perdemos estado físico y mental, solemos sufrir achaques y enfermedades propios de la edad, posiblemente nos sintamos ignorados o dejados de lado por nuestros seres queridos y nos resulte cada vez más difícil entender un mundo que cambia vertiginosamente. Como contrapartida tenemos toda una vida de experiencias de cambio y adaptación. Los adultos mayores que logran capitalizar esta enseñanza suelen encontrar formas de adaptarse continuamente a sus nuevas circunstancias. Se relacionan en esquemas nuevos con sus pares y también con los más jóvenes; suelen disfrutar del tiempo que pasan con sus nietos, según muchos dicen, más de lo que disfrutaron la infancia de sus hijos; generan proyectos y actividades creativas para mantenerse activos y entusiasmados; se reconcilian con sus recuerdos, con su pasado y olvidan viejos rencores personales; aceptan las limitaciones que les impone la edad y valoran la sabiduría que le dieron los años. La vejez puede también ser la etapa más dulce de la vida. Una parte de la diferencia entre uno y otro escenario puede estar en las circunstancias particulares que nos toquen vivir, pero siempre, lo que más determina el tipo de vejez que tengamos es la manera en que miramos esas circunstancias, nuestra propia actitud frente ellas. La vejez puede ser el cielo o el infierno: nosotros elegimos.
Aprender a pedir ayuda
Tener una vejez apacible, plena, colmada de sentido y feliz, más allá de las angustias y los sinsabores propios e inevitables de la vida, es posible. Como dijimos antes, algunos adultos mayores lo consiguen en forma natural y sencilla; simplemente capitalizando en la tercera edad todas las enseñanzas y los recursos que fueron cosechando a lo largo de sus vidas. En otros casos, las propias historias de vida o las circunstancias actuales hacen que esto sea más difícil. Muchos adultos mayores podrían sentir que su situación actual los agobia, y les resulta difícil encontrar el camino por sus propios medios. En estos casos y en muchos otros el recurso más importante es saber pedir ayuda, porque pedir ayuda nos podría abrir la puerta a muchos recursos más.
Sin embargo, pedir ayuda también tiene sus reglas a las que debemos atenernos para que el pedido sea efectivo tanto para quien pide como para quien ofrece su ayuda:
En primer lugar debemos elegir a qué persona podemos pedirle una u otra ayuda. No todas las personas tienen la misma habilidad para brindar escucha, contención y orientación. A veces un amigo puede ayudarnos pero si no es así no deberíamos exigírselo, nuestro amigo ya hace mucho por nosotros tan solo con brindarnos su compañía. Si no tenemos un amigo o un familiar a quien recurrir podemos hablar con un profesional de la salud mental, un religioso o una línea de asistencia a personas como nuestra Línea de Asistencia al Suicida.
La otra cuestión que debemos considerar es nuestra actitud al pedir ayuda. Pedir ayuda no es lo mismo que quejarse. La queja, cuando no está acompañada de una auténtica voluntad de cambio, nos condena al papel de víctima y genera frustración en quien nos quiere ayudar. No es extraño que las personas se alejen de quienes se quejan demasiado. Si pedimos ayuda de esta forma posiblemente no solucionemos nuestros problemas y deterioremos nuestras relaciones sociales. Un verdadero pedido de ayuda siempre debe estar acompañado de un genuino propósito de mejorar.
Y lo último, pero no menos importante a la hora de pedir ayuda es asumir la responsabilidad por las mejoras que buscamos. No estamos obligados a aplicar todos los consejos que nos den, pero debemos aceptar que nosotros somos los primeros responsables del cambio que buscamos. Cargar la responsabilidad de lo que pase en nuestras vidas en otra persona no solo es injusto sino que no nos servirá para estar mejor.
Si pedimos ayuda cumpliendo estas pautas, el pedido de ayuda será satisfactorio tanto para quien pide como para quien recibe la ayuda. Se fortificarán nuestras relaciones y, aunque tal vez no solucionemos del todo nuestros problemas, podremos mirarlos de otra forma e incorporar a nuestras vidas nuevos recursos.